miércoles, 27 de junio de 2007

EL BEATLE PEQUEÑO
George Harrison (1943-2001)

A no confundirse: no es lo mismo decir “El Pequeño Beatle” que “El Beatle Pequeño”. George Harrison –1943, menor de los Cuatro Fabulosos, hijo quinceañero de un chofer de ómnibus de Liverpool, recomendado a John Lennon por Paul McCartney para entrar en marzo de 1958 a lo que entonces se llamaba The Quarrymen– siempre fue, por ser el más joven de los cuatro, el Beatle Pequeño, el hermano menor, la promesa constante, el eterno postergado al que no se le admitían demasiadas canciones ni se le daban demasiadas oportunidades.Una teoría conspirativa tan funcional como la que sindica a Yoko Ono como mujer dragón e instrumento de Lennon o a la propensión de McCartney a sentirse el jefecito como la destructora de un equilibro y una estructura perfectos es que –finalmente– ni Lennon ni McCartney pudieron soportar la idea de un tercer hombre tan talentoso como ellos dos. Tres son multitud. Así, Los Beatles se separan en el instante preciso en que George Harrison deja de ser el Beatle Pequeño para, sencillamente, ser uno más junto a los otros dos. Ringo, como de costumbre, nunca tuvo la culpa de nada.
A principios de este año, la reedición de All Things Must Pass –su disco triple de 1970– desencadenó una suerte de reconsideración de la figura de George Harrison. Los más exaltados (los que venían de la exaltación de la antología 1 arrasando en todos los rankings) no dudaron en calificarlo como “el mejor álbum beatle solista de todos los tiempos, superando al Plastic Ono Band de Lennon y al Band on the Run de McCartney”. Nadie mencionó entonces al Ringo de Starr (que no tuvo la culpa de nada), pero no importa. Es posible. Quién sabe. Qué importa. Los años pasan y el tiempo demuestra cada vez más y mejor que Los Beatles eran un equilibrado poker de ases: despreciar a uno de los ases es arriesgarse a perder la partida. Mejor, entonces, no establecer comparaciones odiosas y disfrutar de la bestia perfecta con cuatro cabezas: John era el espíritu revolucionario (y en ocasiones demagógico); Paul era el músico curioso e insaciable (y por momentos desconcertantemente mediocre); Ringo era el bufón noble (y a veces decadente bon-vivant, pero no es del todo su culpa) y George era la conciencia religiosa y zen a la que a veces traicionaba, digan lo que digan –así se le escapaba en sus últimas entrevistas o en el documental Anthology–, un rencor de años de ser conocido como The Quiet Beatle (el beatle tranquilo) y una insalvable insatifacción por descubrir que su pub favorito había decidido cerrar por demolición justo cuando él se había ganado el derecho y el placer de pagar una ronda para todos. Algo así.
Tal vez por eso, en perspectiva, George Harrison hizo más a solas que cualquiera de sus compañeros de banda. Había perdido tiempo, tenía tiempo que ganar. Así, diseñó el sonido new wave con “I Need You” y “Taxman” (una especie de “Psycho Killer” impositivo) y una forma sutil y poderosa de tocar la guitarra eléctrica. Importó el exotismo oriental al imaginario pop de entonces. Los que saben le atribuyen buena parte del boom hippie de la meditación trascendental, el yoga y el budismo (George Harrison se había reservado el rol de Gandalf en una abortada adaptación beatle de El señor de los anillos). También tuvo tiempo de ir a investigar la cultura ácida al San Francisco del Verano del Amor (volvió horrorizado); invitar a Eric Clapton (quien le devolvió el favor robándole a su mujer) a ser beatle por un día en “While My Guitar Gently Weeps”; hacerse amigo y grabar junto a Bob Dylan; y –como broche de oro, luego de que Joe Cocker decidiera no grabarla y Lennon y McCartney se rindieran ante la evidencia- conseguir su primer Lado A en un single beatle con “Something”, según Frank Sinatra, en 1980, “la mejor canción de amor de Lennon y McCartney”. Ya separado se convirtió en el beatle más exitoso con el ya mencionado triple All Things Must Pass y Living in the Material World; creó la idea del rock benéfico con su Concert for Bangladesh; inventó el concepto de World Music antes de que nadie pensara en eso; le regaló a Ringo (quien nunca le hizo mal a nadie y a quien John y Paul sólo le ofrecían canciones espantosas para sus discos) un gran hit como “Photograph”; produjo la película La vida de Brian para los Monty Phyton (seamos justos: también fue responsable del Shanghai Surprise de Madonna y Sean Penn); volvió a los primeros puestos de ventas en 1987 con Cloud Nine,; fue el autor intelectual de los Travelling Wilburys (ese supergrupo/boutade que lo unió a Bob Dylan, Tom Petty, Roy Orbison y Jeff Lynne) y afirmó sin problemas y con seguridad –para el libro Anthology– que “todo lo bueno en la música de los últimos treinta años se lo han robado a Los Beatles”. El 22 de junio de 1961 fue coautor junto con Lennon del primer tema beatle jamás grabado –el instrumental “Cry for a Shadow” incluido en Anthology 1– y el pasado 1 de octubre grabó su última canción –“Horse to Water”, en coautoría con su hijo Dhani– para un álbum de duetos. Disfrutaba desde hacía años de un perfil bajo, de un matrimonio feliz y seguía practicando la meditación y la macrobiótica por más que ya no estuvieran de moda. Y, dicen, fumaba como todas las chimeneas de Liverpool humeando al mismo tiempo.
George Harrison también tuvo sus días malos cuando The Chiffons lo demandaron por plagio –y le ganaron– a la hora de probar que su exitoso “My Sweet Lord” se parecía un poquito demasiado a “He’s So Fine”; su sello discográfico Dark Horse (antecedente directo del Real World de Peter Gabriel) nunca funcionó bien; publicó una carísima y psicótica autobiografía para coleccionistas titulada I Me Mine (en la que apenas mencionaba a Lennon); y los Hermanos “Oasis” Gallagher lo tildaron de “viejo choto” cuando Harrison tuvo la osadía de afirmar que no eran tan buenos después de todo y que “Wonderwall” era antes que nada el título de un soundtrack que él había compuesto para una película rara de 1968. Y el loco de turno trató de matarlo –y llegó a regalarle un par de puñaladas– un par de años atrás. Pero las malas noticias en serio llegaron rápido y se lo llevaron de a poco, sin prisa pero sin pausa: George Harrison venía luchando desde hacía tiempo contra un cáncer de garganta que se complicó con tumor cerebral y, al final, pulmones que dijeron basta. Murió en Los Angeles, adonde había viajado en busca de una última chance, de un milagro. Dicen que murió todo lo contento que uno se puede morir, habiendo batido al enemigo y sintiéndose, por fin y de una buena vez por todas, un gran beatle a la hora de escuchar por radio su propia necrológica cuando días atrás un disc-jockey neoyorquino difundió el rumor de su muerte cuando todavía faltaba un rato. Los familiares y amigos que lo acompañaban entonces dicen que se rió un poco, bastante. Y que le gustó que todos y cada uno de los locutores puntualizaran que él siempre fue tan importante como esos hermanos mayores que no le dejaban grabar sus pequeñas canciones inmensas.
Un ejercicio interesante –de poder ponerlo en práctica y dejarse llevar por el instinto antes que por la razón– es el de, a la hora de una muerte anunciada o sorpresiva, atrapar el primer pensamiento que dedicamos al que acaba de irse para no volver quedándose para siempre. Yo pude hacerlo el viernes pasado y, de golpe, me acordé de George Harrison en los primeros minutos del film A Hard Day’s Nigth corriendo junto a sus tres compañeros por una estación de tren mientras son perseguidos por una jauría de groupies mojadas y en celo. En el momento en que sobreimprimen los títulos de la película –podría jurarlo, no tengo aquí ni el video ni el DVD– George Harrison, fuera de guión, tropieza y cae ante las estupefactas carcajadas de Paul, George y Ringo. George también se ríe –George tenía una gran dentadura– y se levanta. Y sigue riendo. Y corriendo.Hay una forma especial de la tristeza que es esa que sentimos cuando se nos muere un beatle.Gracias por todo, George Harrison.Descansa en paz.

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